Gracias a los arqueólogos sabemos qué función tenía cada uno de los espacios que forman el alcázar (recinto fortificado). No hay duda, por ejemplo, de que en la parte más alta de la ciudad se situaba la residencia del califa, la llamada dar al-mulk o «morada del poder». Aunque hoy muy arrasada, aquí se alzaba una gran vivienda, posiblemente con un espacio para el harén, en el que una terraza dominaba toda la ciudad que se extendía hacia el valle del Guadalquivir.
Los restos arqueológicos del alcázar de Madinat al-Zahra confirman que, aparte de la casa del califa, sólo existían allí otras dos viviendas de prestigio: la de su primogénito y sucesor, el futuro al-Hakam II, y la del personaje más poderoso de la administración, Yafar al-Siqlabi, un eunuco que manejaba todos los resortes de la maquinaria burocrática del Estado. Los demás hijos del califa vivían en Córdoba, apartados de la política. El resto del sector occidental del alcázar estaba destinado a gentes y espacios dedicados al servicio o a la guardia de estos personajes. Ello explica, por ejemplo, el horno existente en una zona dedicada a la manipulación de alimentos o el cuerpo de guardia situado estratégicamente en pleno corazón del alcázar.
Madinat al-Zahra fue concebida también como un gran escenario para la representación del poder del califa. Cuando llegaba una embajada extranjera, accedía a la ciudad a través de una puerta triunfal formada por ocho grandes arcos y situada a levante. Franqueada esa puerta, soldados y multitud de sirvientes acompañaban a los recién llegados a través de un dédalo de callejuelas interiores que les conducían a las salas de representación y de reuniones solemnes que se encontraban en la parte oriental del alcázar. Otro de los primeros edificios que veían los recién llegados era la mezquita principal –había al menos dos más en otras zonas de la ciudad–, perfectamente visible por su minarete y por su inequívoca orientación hacia el sureste, mirando hacia La Meca.
El lugar principal del alcázar de Madinat al-Zahra lo ocupaba el salón Rico, un gran espacio que se abría a un estanque y a un enorme jardín en cuyo centro se elevaba un pabellón de recreo. El edificio que vemos hoy en día es una reconstrucción muy fiel realizada por el gran arqueólogo Félix Hernández en la década de 1940, a partir de los restos originales encontrados en la excavación. El salón consta de tres naves cubiertas con arcos. La bella decoración de sus muros contiene motivos vegetales aparentemente idénticos, pero que, estudiados en detalle, resultan ser todos diferentes. La fachada también estaba decorada –como revelan estudios recientes–, y ello daba al lugar un carácter muy especial al presentarse como continuación de la vegetación del jardín y el estanque contiguos.
Aquí tenían lugar las grandes recepciones a las que tan aficionado era sobre todo al-Hakam II (961-976). El califa se situaba en el centro del salón rodeado por los grandes personajes de la corte, mientras se abrían las grandes puertas que daban al jardín, en cuyos andenes se alineaban en pie otros dignatarios dispuestos con sumo cuidado de acuerdo a su rango; los más poderosos eran los más cercanos al califa, y los más alejados eran los inferiores. El protocolo era muy estricto y contemplaba tanto el saludo al propio califa como interminables discursos y largas composiciones poéticas que rivalizaban por ensalzar al soberano hasta el paroxismo: «Viniste al mundo con tan buena estrella, que contigo el progreso hace olvidar un año por el próximo», llegó a decirle un poeta a al-Hakam II en una de esas recepciones.
A la muerte de al-Hakam II, estas recepciones empezaron a abandonarse. Su hijo y sucesor, Hisham II, accedió al poder de forma irregular, pues era todavía un niño y la ley musulmana prohibía taxativamente el nombramiento de un menor como califa. Los grandes dignatarios de la corte comenzaron a rivalizar para hacerse con el poder. Éstas fueron las circunstancias que cimentaron el ascenso del célebre Almanzor, quien pronto convirtió a Hisham II en una figura decorativa, mientras él mantenía el control efectivo del Estado. De hecho, Almanzor decidió construir una ciudad palatina propia, Madinat al-Zahira, situada a occidente de Córdoba y que hasta la fecha no ha podido ser localizada. Eclipsada por su nueva rival, Madinat al-Zahra se convirtió en la carcel dorada de Hisham II, en la que el joven califa vivía entregado a sus placeres y de la que apenas salía más que en ocasiones muy señaladas. La ciudad quedó así fosilizada en torno a un califa que era la sombra de un califa, y una administración que ya no administraba nada. En ese tiempo marcado por el dominio de Almanzor, en torno al año Mil, lo que nadie podía sospechar, sin embargo, era que los días de la ciudad y del propio califato omeya estaban contados.
La ciudad califal de Madinat al-Zahra. Antonio Vallejo Triano. Almuzara, Granada, 2010.
Abderramán III y el califato omeya de Córdoba. Maribel Fierro. Nerea, Madrid, 2011.
https://www.arteguias.com/palacio/palaciomedinaazahara.htm